Pastor Con Corazón Herido.

 

Acá estoy nuevamente caro amigo. En la primera parte te hable del desencanto experimentado por el Apóstol Pablo cuando sus discípulos lo abandonaron.
Las desdichas vuelven a manifestarse cuando más adelante el apóstol abre sus labios para exhalar otro gemido:
“…Ninguno estuvo a mi lado… Todos me desampararon”. (2 Timoteo 4:16)

 
Considere usted, pastor, cuánta tristeza, cuánto desaliento.  Pablo estaba destinado para vislumbrar la gloria, para experimentar lo sublime, pero también estaba destinado para ser como su Señor… experimentado en el sufrimiento y en el dolor.
A pesar de toda la fortaleza espiritual que caracterizaba la vida de este ejemplar hombre de Dios, él necesitaba un amigo, alguien que le ofreciera un hombro donde recostarse, alguien con quien llorar y desahogar su sufrimiento.  Él era, a final de cuentas, un hombre.  Y fue entonces cuando desde lo más profundo de su corazón se escapó un lamento en forma de ruego:
“Procura venir pronto a verme…”  (2 Timoteo 4:9)

 
Como si le expresara a quien le escribe:
“Hijo mío, me siento cansado y estoy solo.  Necesito ayuda, por favor, ven a acompañarme; en este momento te necesito…”
Y después termina implorándole, sabiendo que en lo por venir la situación sería mucho más difícil: “Procura venir antes del invierno”.  (2 Timoteo 4:21)

 

 

Encarcelado, abandonado por sus amigos y viendo que parte de su esfuerzo se perdía totalmente, Pablo parece anhelar el encuentro definitivo con su Señor mientras sus heridas sangran profusamente.
Casi creo escuchar a la distancia las palabras que usted pronuncia para sus adentros mientras lee mi carta:
“Si yo hubiese estado en Roma habría corrido hacia esa cárcel y entrando en la celda del santo prisionero le habría abrazado con todo mi amor”.
Y yo creo en la sinceridad de su deseo.  Por eso le escribo.  Para recordarle que no está usted totalmente solo.

 
Tampoco lo estuvo Pablo.  Durante los días de su encarcelamiento  en Roma, Pablo se refirió a cierta persona en los siguientes términos:
“… Muchas veces me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas, sino que cuando estuvo en Roma, me busco solícitamente y me halló”.  (2 Timoteo 1:16-17)
¿Lo ve?  No todos huyeron.  No todos le abandonaron.  Hubo alguien que permaneció fiel a su pastor ayudándole en sus días más difíciles.
Pero había otros como él.  Dios separó un pequeño grupo de personas para que estuvieran al lado de Pablo cuando sus heridas sangraban.

 
Hoy casi nadie les conoce.  Sus nombres escapan de nuestro recuerdo cuando evocamos a los grandes héroes de la fe.  En realidad sus nombres parecieran no significar nada en nuestros días: “Estéfanas, Fortunato y Acaico”.  Nombres olvidados, actitudes no imitadas, sin embargo, acciones indispensables.
A ellos se refiere el apóstol en los siguientes términos: “Ellos han suplido vuestra ausencia… porque confortaron mi espíritu… reconoced a tales personas”.  (1 Corintios 16:17-18)

 
Me impresionan estos hombres y me impresiona el concepto que Pablo tiene de ellos.  Porque Pablo era un hombre revestido de toda la potencia de Dios, “La cual actuaba poderosamente en él”; Colosenses 1:29; totalmente entregado a Dios quien, en cierta oportunidad, le arrebató al paraíso  donde le hizo escuchar palabras que el hombre no puede ni expresar ni comprender.  Hombre inteligente, espiritual, que dominaba varios idiomas y que fue formado bajo la influencia de varias culturas.  Este hombre, aparentemente invulnerable, pero que también se entristecía, sufría y lloraba, tenía un elevado concepto de estos tres casi desapercibidos creyentes.

 
Y entonces, atravesando una de esas situaciones y viviendo bajo tales circunstancias, oyó que alguien le decía: “Hermano Pablo, hermano Pablo”.  De pronto, las siluetas de tres humildes personas fueron adquiriendo nitidez a medida que se acercaban a este, que fue bautizado por una autora moderna como “El gran león de Dios”, para decirle: “Sabemos todo lo que usted es, aceptamos todo lo que usted es, reconocemos todo lo que usted es, pero en este momento, con todo respeto y muy humildemente, venimos sabiendo que atraviesa una situación difícil.  Existe una gran distancia entre el alcance espiritual de su obra y el de la nuestra, pero Dios nos ha llamado para hagamos esto: por favor, inclínese, estemos todos juntos de rodilla, mientras hacemos una oración”.

 

 

Y cuando terminaron, cada uno de ellos le abrazó, le besó y lloró en sus hombros al tiempo que le decía:
“No está usted solo, yo estaré con usted hasta el final.  No abandone, no desfallezca, no se desaliente ni se desanime.  Somos muchos los que le necesitamos.  El Señor le necesita”.
Y esa muestra de amor fue un bálsamo que confortó el corazón del anciano durante su tribulación.
Le he escrito todo esto, apreciado pastor, pues quiero dejar sembrada una idea en su corazón: siempre tendrá usted un discípulo fiel que le acompañará en las prisiones de su alma; uno que se separará del resto para estar a su lado cuando otros le traicionen.  Ese hombre es más valioso que todo el oro del mundo y su compañía y amistad podrá ser valorada en toda su dimensión sólo en las balanzas celestiales.

 
Con todo respeto y autoridad le exhorto a no dejar abandonada la obra.  Dios tendrá reservados Sus Onesíforos, Sus Estéfanas, Fortunatos y Acaicos para vendar las heridas de su corazón.  Ellos le aman y le necesitan.
Pero además de esto, amado pastor, le escribo para recordarle que no debe usted dejar el ministerio aunque sea traicionado por todos, aunque se encuentre herido por aquellos a quienes sirve y gruesas gotas de sangre se desprendan de su alma atribulada.  No debe hacerlo aunque no exista una sola persona dispuesta a apoyarlo.  Después de todo, en ninguna parte de las Escrituras encontramos que el Señor prometiera a Sus siervos una vida de servicio divertida, cómoda y sin lágrimas.  Contrariamente, el Señor dijo refiriéndose a Pablo:

 

“Porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre”.  (Hechos 9:16)
Y el Señor Jesucristo advirtió, refiriéndose a Él y a sus discípulos:
“Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?”.  (Lucas 23:31)
¿Por qué habría de ser diferente el trato de Dios con usted?  ¿Por qué no habrá de ser herido?  ¿Qué le hace a usted pensar que ha de tener ciertos privilegios como el no sufrir, el no ser menospreciado y traicionado?
Nosotros los pastores, apreciado amigo, somos escogidos para la más sacrificada de todas las vocaciones.  No encontrará usted una que la iguale a ella en lo sublime, en lo glorioso, en lo sagrado y también, en los sufrimientos que genera.

 
El verdadero pastor, recuérdelo siempre, va dejando parte de su piel en el camino, en las zarzas, en las garras de Satanás y debajo de las pisadas de las ovejas; esto forma parte de su oficio, y estoy seguro que de alguna manera lo entendió usted así esa noche acerca de la cual me escribió, el día que lo consagraron al ministerio.
Recuerdo haber leído:
“El siguiente día, sin embargo, recobrando nuevas fuerzas, prometí al Señor que dedicaría cada día de mi vida, hasta la muerte si Él así lo disponía, para servirle cuidando Sus ovejas”.

 

¿Olvidó usted acaso su promesa?  ¿Las heridas en su alma han resultado ser más fuertes que el valor de su voto?  Estoy seguro de que su respuesta es negativa.
No, usted no debe abandonar su redil; ese redil donde Dios le ha puesto como guía.  Allí le esperan ansiosas las ovejas que le aman y por las cuales debe estar usted dispuesto a entregar toda su vida.
Y allí están también las que le han hecho sufrir.  Ellas también necesitan un pastor; un pastor que esté dispuesto a entregar su vida por ellas aunque solamente le produzcan heridas.

 

Tal vez ellas no lo saben, pero también necesitan un pastor desesperadamente.  Y nadie las puede apacentar mejor que alguien que las ame al extremo de perdonar todas sus ofensas.  Un pastor que olvida, ama y perdona.  Un pastor herido que entrega en un abrazo un poco de su sangre y de su amor.  Un pastor herido que pueda consolar a los que sufren porque lleva en su pecho una herida abierta que muestra su amor a Dios y su disposición a morir por Él.
Así se lo pido en el siguiente poema que he escrito pensando en usted:
El Pastor Herido

Con paso lento y sangrando la herida
Camina llorando y gimiendo el pastor
Le clavó en el pecho el puñal del dolor
La oveja que ama, su oveja querida.

Entonces corriendo emprende la huída
Cansado y maltrecho el pastor que dio amor
Presagio es del fin de aquel santo valor
Que cuida al cordero y arriesga la vida.

¡Detente viajero!, ¡Olvida tus quejas!
Vuelve otra vez a tu aprisco olvidado
Te espera con ansias la pobre oveja

Triste te espera detrás de las rejas
Está arrepentida y espera el cuidado
Del hombre a quien hizo heridas bermejas.

Así, con el temor de que mis palabras no causen el efecto que quisiera, pero con la esperanza de que el Señor las utilice para Sus santos propósitos y conforme a Su santa voluntad, se despide de usted, su amigo que le recuerda con amor y preocupación:

José Ramón Frontado.
Cabimas, Venezuela.
j.r.frontado@gmail.com
frontado@cantv.net

(Quien en varias oportunidades, y debido a diferentes traiciones y heridas recibidas, también ha deseado dejar el ministerio)